Brote de Marburg en Etiopía, tan letal como el Ébola
Lo que escribo hoy no es cómodo.
Pero es verdad.
Y ya basta de suavizar la realidad.
Aquí, en el sur del país, un brote de Marburg, uno de los virus más letales del mundo, está matando a más de la mitad de las personas que enferman. Tiene una letalidad mayor al 50%.
Gente joven, madres, trabajadores, niños.
Negros. Pobres. Invisibles.
¿Y cuál es la reacción internacional?
Silencio.
Ausencia.
Indiferencia.
La misma indiferencia de siempre cuando la muerte tiene piel negra y vive lejos de Europa.
Digámoslo claramente, sin rodeos:
si el Marburg estuviera matando a europeos blancos, esto sería apertura de telediarios, cumbres de emergencia, millones movilizados, expertos volando, titulares en todas las portadas.
Sería “crisis internacional”, “amenaza global”, “prioridad absoluta”.
Pero está matando a personas negras, pobres, rurales, africanas.
Y entonces, de repente, ya no es urgente.
Ya no es noticia.
Ya no merece una sola línea en los medios occidentales.
No es coincidencia.
Es racismo estructural.
El mismo que decide qué vidas importan y cuáles no.
El mismo que convierte en tragedia lo que ocurre en París o Berlín, pero en “realidad africana” lo que ocurre en Oromía o en Omo.
El mismo que históricamente ha relegado a África a la categoría de “lo que pasa allí no nos afecta”.
Pues sí afecta.
Afecta a miles de familias.
Afecta a sistemas de salud frágiles.
Afecta a comunidades enteras que viven con miedo, que lloran a sus muertos, que no tienen vacunas ni tratamientos.
Afecta a un continente entero al que el mundo sigue dando la espalda.
Y sí:
es racismo.
No el racismo insultante de la calle, sino el más peligroso:
el racismo de las prioridades, de los presupuestos, de los titulares, de la geopolítica.
El racismo que decide que unas muertes merecen duelo global y otras no merecen ni un tuit.
Las vidas negras importan.
También en África.
También cuando no hay cámaras.
También cuando no tienen dinero.
También cuando el mundo decide ignorarlo.






