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La mujer etíope que salva vidas cada día

Valga este escrito como homenaje a ellas.

Las matronas rurales, 

las mujeres etíopes que trabajan cada día en su aldea salvando vidas,

Robdu, Almaz, Muliena, Natssaneth…

Sonríe la esperanza, insufla vida que expira la muerte. Hoy gana la vida. Detrás de esta victoria se encuentra un arduo trabajo de todo un equipo humano al que admiro profundamente.

Hoy, valgan estas palabras como pequeño homenaje, insuficiente para tan gran labor.

La mujer etíope que salva vidas cada día alegria gambo alegria sin fronteras África Gambo

Amigo, ¿ya murió mi niño?

“Amigo, vamos ya.”

Es la voz medio moribunda de Nimona, una joven de 18 años embarazada y con contracciones de parto dentro de la ambulancia camino del hospital. Mientras me sujeta la mano con la poca fuerza que le queda, exhausta, deja ir al aire: “Amigo, vamos ya”.

El ruido que se escucha es el vaivén de la ambulancia subiendo y bajando los baches del camino sin asfaltar. Sonido acompañado por los gemidos de sufrimiento de Nimona, nuestra mujer encinta.

“Amigo, ¿ya murió mi niño?”

Susurra con miedo, deseando que el niño que lleva dentro siga vivo. Le preceden dos embarazos con dos dolorosos partos a los que sobrevivió, ella, mas el niño nació muerto en las dos ocasiones. Estamos ante el tercer embarazo. Una madre sin ningún hijo que espera ansiosa.

“Amigo, ¿sigue vivo mi niño?”

Susurra… Al tacto vaginal, vómitos de aguas meconiales. Mal pronóstico. Signo de sufrimiento fetal. Algo va mal allí dentro. El niño debe salir de inmediato. Prolongar el sufrimiento será una muerte asegurada. Es preciso y de urgencia vital para el niño realizar una cesárea en ese mismo momento.

Hay que llegar al centro y realizar una cesárea urgente con los limitados recursos que tenemos… Y rezar… Rezar.

“Amigo, llévame ya.”

De nuevo los mismos baches. De nuevo el vaivén. De nuevo el dolor. De nuevo los quejidos…

“Amigo, voy a morir de dolor.”

El animal de carga se detiene contemplando el dibujo de una mujer tomando agua no contaminada. Entre el muro se abre una puerta metálica flanqueada por un medio arco donde se puede leer escrito en amárico: GAMBO GENERAL RURAL HOSPITAL.

Tras el asno, una carretilla con una manta de flores descoloridas. Al detenerse el animal, la manta se empieza a mover dejando al descubierto una mujer sin duda alguna embarazada, es Nimona.

Nimona vive en un pequeño poblado a 20 km de la ciudad y hospital más cercanos.

Un viaje de horas por un camino estrecho tan solo transitable a pie y en época seca, cuando el sofocante calor del sol te chupa el agua y convierte el camino en una odisea de supervivencia a lo largo de un cementerio de cadáveres.

Sendero impracticable en época de lluvias que se inunda rápidamente formando violentos torrentes de barro.

Un viaje interminable bajo el sol, un viaje imposible por ríos de agua… Sin embargo… Un viaje preciso para poder seguir con vida… Viaje a la vida…

Un viaje preciso para poder traer vida al mundo sin jugarte la vida, sin morir en el intento.

Llegamos. Bajamos la camilla del hospital. Con dificultad conseguimos el cambio de camilla. Nimona se mueve ya con mucha dificultad y dolor. Entramos en quirófano. Cesárea urgente.

La intervención se hace eterna. Cada segundo se prolonga como si de horas se tratase. Cada segundo que pasa se acorta la vida del niño que sigue dentro. Finalmente las habilidosas manos logran sujetar con firmeza la cabeza del niño. Estira, estira… Ya está casi fuera. Un poco más… Finalmente sale la cabeza y el cuello… Pero… El cordón umbilical presenta dos vueltas alrededor del pequeño cuello del niño estrangulándolo… La hermana rápidamente deshace las dos vueltas y libera al pequeño. Saca hombros y el resto del cuerpo. Pinza el cordón. ¡Bienvenido a la vida!

Empieza a contar la nueva vida.

Todavía no nos hemos recuperado de la subida de adrenalina y estrés cuando en la cama de al lado se oye un nuevo llanto, un nuevo llanto de esperanza.

Llora, llora. No tiene nombre, pero tiene esperanza.

Llena con el llanto cada recoveco de su pulmón con el aire que impregna Gambo, el poblado en el que acaba de nacer.

Acaba de llegar al mundo, está todavía dando las primeras bocanadas de aire. Sus pulmones se están llenando por primera vez del aire etíope, tras abandonar la calidez del vientre materno.

Acaba de llegar al mundo y ya es un superviviente, un héroe. No ha sido sencillo.

Mintwuab es la joven de 15 años, la madre que ha llegado al hospital en una camillas elaborada a base de ramas de árbol trenzadas y cargada por cuatro hombres, uno a cada extremo, durante más de cuatro horas de trayecto. El camino ha sido duro, agotador, pero la recompensa ha valido todo el esfuerzo.

Al ver a los cuatro jóvenes cargar en brazos la camilla con la mujer postrada, las dos enfermeras de guardia han salido a su encuentro. La han entrado directamente a una sala con dos camillas dispuestas para parir.

Sin tiempo que perder, la joven enfermera ha tomado un aparato cilíndrico que recuerda a una campana, es el llamado fetoscopio. Un extremo lo ha colocado en el abdomen de la mujer y el otro en su oído haciendo presión. Ha empezado a oír un pum, pum… Pum, pum… Pum, pum… El latido del niño.

Sin embargo, al escuchar el latido, en lugar de alegrarse le ha cambiado el rostro. Era un latido lento, demasiado despacio. Al instante, un líquido marronoso mancha la sala. Acaba de romper aguas. Unas aguas teñidas de sufrimiento.

No nos podemos demorar más. Aún no ha nacido y ya se está muriendo. La vida del feto está en grave peligro. Es preciso realizar una cesárea urgente.

Las dos enfermeras tumban a la mujer en una camilla y la empujan lo más deprisa posible por el pasillo hasta llegar a la sala operatoria. Allí está esperando el cirujano y el anestesista con su equipo.

El anestesista se acaba de ajustar los guantes, clava una aguja en la espalda de la mujer, en el canal medular, e inyecta el líquido que anestesia, aliviando el dolor a la futura madre.

El cirujano aparece en la sala, todo vestido de verde, y dispuesto a iniciar la operación. Una incisión transversal, rápida y limpia, deja al descubierto el útero. Una nueva incisión en él, aspirando, e introduce la mano en su profundidad para alcanzar la cabeza del bebé y sacarla al exterior, invitándole a nacer.

Silencio.

El silencio que paraliza la vida, aguantando la respiración de todos los miembros esperando un llanto que no llega.

Es preciso actuar con premura.

Con una mano lo traslada a la enfermera que toma el cuerpo del recién nacido.

Un cuerpecito flácido, sin tono, sin llorar, sin respirar.

Lo coloca en la mesa de reanimación y le introduce una sonda por la nariz aspirando de su sistema digestivo el contenido meconial.

Toma un ambú y lo coloca de manera hermética en su cara. Con una precisa maniobra, abre bien la vía aérea para insuflar en sus pulmones aire, aire de ese mundo al que acaba de llegar, aire de Etiopía.

Uno. Dos. Tres. Cuatro… Y rompe a llorar… Desplegando todos los rincones de sus pulmones y llenándolos del aire de Etiopía, aire en el que le ha tocado nacer y respirar…

La enfermera corta el cordón, cubre con dos mantos blancos al recién nacido y respira aliviada sonriendo.

Todo ha salido bien. Mintwuab está viva y es madre.

El bebé acaba de nacer con vida y sigue vivo, una obviedad nada obvia en este entorno. Es un llanto de esperanza, hay futuro, está naciendo, estamos apostando por él. Dar a luz en un centro sanitario ha vuelto a salvar la vida. Alegría.


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No puedo volver a ser el mismo

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NO PUEDO VOLVER A SER EL MISMO

“Somos lo que hacemos para cambiar lo que somos.”

Eduardo Galeano

 

–¿Dónde está Eftu? –Pregunto al entrar en la sala de pediatría del hospital.

El astro rey anuncia un nuevo día para los más afortunados, para otros será el último.

Cientos de madres con sus hijos esperan ser visitadas. No me he parado a contarlas. Estoy demasiado preocupado en busca de Eftu.

–¿Dónde está Eftu? –Pregunto de nuevo.

Pienso en Eftu. Por la noche apenas pude conciliar el sueño. Cerraba los ojos y aparecía con total nitidez su mirada.

Me levanté. Encendí una vela, pues se había ido la luz, cogí una libreta y empecé a escribir. Empecé a escribir lo que sentía, la angustia, la rabia, la impotencia…

No me puedo quitar de la cabeza la primera vez que lo vi, entrando por la puerta, en brazos de su madre, gravemente enfermo. Apenas me pude fijar en la madre, mis ojos se centraron en el pequeño niño que miraba sin ver.

Eftu tenía un aspecto medio moribundo, dos o tal vez tres años de vida pero sin fuerzas para sostenerse en pie. Su madre lo sujetaba en el regazo, con la mirada triste, perdida, casi sin esperanza, casi… Aún tenía algo de esperanza. Recuerdo cómo tomé una cinta métrica pintada con tres colores, rojo, amarillo y verde y se la puso a nivel de la parte superior del brazo para medir el perímetro braquial y evaluar el estado nutricional. Ajusté la cinta al pequeño bracito y leí el resultado tembloroso. Rojo y 8,2 centímetros, ése era el resultado. Eftu presentaba una desnutrición aguda severa.

Mientras lo examinábamos, un líquido amarillento mojó toda mi bata blanca. Pensé que había orinado, pero la madre me dijo que no era orina, eran heces. Eftu tenía una diarrea que era agua. Apenas podías diferenciar la orina de las heces. Heces de orina le llaman. La situación de Eftu es agónica.

Esta deplorable situación, favorecida por la extrema debilidad como consecuencia de no haber comido decentemente nunca, era causada por una diarrea, seguramente por beber agua contaminada. Evitable. Todo evitable. ¿Por qué sucede? ¿Por qué?

¿Por qué?

Me pregunto sin encontrar respuesta en mí.

 

El silencio me acompaña mientras recorro sus vidas con mi mente.

Finalmente oigo una débil respuesta, aquella que sospechaba pero que no quería escuchar:

–Ha muerto.

Se me hiela el corazón. No puedo aceptarlo. No quiero.

La sospecha se confirma.

Ha muerto de una enfermedad evitable, ha muerto cuando no tenía que morir, ha muerto cuando tenía toda la vida por delante.

Eftu podría haber ido a la escuela, podría haber estudiado medicina, podría haber trabajado aquí curando a su pueblo. Podría haber vivido… Ha muerto por una injusticia social.

Pero ha muerto.

Me invade un sentimiento de rabia, impotencia… Que no desearía a nadie.

No entiendo nada. No sé qué hacer. La situación me supera.

Sé que…

No puedo volver a ser el mismo.

No puedo permanecer indiferente.

No puedo permitir que sigan muriendo niños cuando no deberían morir, por enfermedades que tienen cura, tratamiento, prevención.

Hay que hacer algo.

Puedo hacerlo.

Voy a hacerlo.

Aquí empieza mi historia.

No lo sabía todavía, pero mi vida iba a cambiar.

Para que ellos puedan tener historia, para que ellos puedan escribir su historia.


 

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