Prefacio: una pandemia entre epidemias

Prefacio: una pandemia entre epidemias

 

—«Las victorias de usted serán siempre provisionales.

—Siempre, ya lo sé. Pero eso no es una razón para dejar de luchar.

—Me imagino, entonces, lo que debe de ser una peste para usted.

—Una interminable derrota.

—¿Quién le ha enseñado a usted todo eso, doctor?

—La miseria».

Albert Camus

 

Había oído que Gambo desprendía ese característico hedor a vieja sábana impregnada de vómito agrio secado a la luz del sol. A otros les evoca el olor penetrante de los trapos viejos manchados de heces diarreicas hacinadas y bañadas por una mucosidad verde.

Lo que no me dijeron es que Gambo también es un intenso aroma a café recién molido que penetra en las fosas nasales y atraviesa los poros de la piel hasta conseguir eliminar los olores anteriores. Tampoco me hablaron del frío aire de la noche ni de que el humo del fuego de leña convierte un hogar en acogedor. En otras palabras, Gambo huele también a un refugio de esperanza.

He aprendido a no quedarme con los rumores ajenos, sino a indagar, a aguzar los cinco sentidos en las aguas de los ríos, en las orinas, las heces y los cafés porque eso es la vida: es alegría y tristeza, es vida y muerte.

Eso es Gambo.

Pero, sobre todo, es amor y esperanza; vida que brota entre las cenizas fértiles.

Había acabado cuatro años antes los estudios de Medicina en la Universidad de Barcelona y estaba cursando la especialización en Pediatría en el Hospital General de Granollers, cuando pisé por primera vez la tierra roja de Gambo; un instante que cambió por completo el rumbo de mi vida. Y lo que tenían que ser cuatro meses de prácticas en el Departamento de Pediatría se convirtieron en una mudanza desde Barcelona al pueblo etíope con el fin de conseguir lo que parecía imposible: evitar el cierre del Hospital de Gambo; único centro que ofrecía atención sanitaria a la humilde población rural del sur del país.

Empecé como voluntario trabajando en el departamento, pero, sin creerlo ni esperarlo, el pueblo me eligió director médico del hospital. Me emociono solo con leer las primeras palabras que encabezan el diario de mi vida en Etiopía, escritas hace ya más de siete años y que recuerdo con claridad como si fuese ayer:

 

Gambo tiene alma propia.

Es una experiencia increíble en todos los sentidos y aspectos de la vida: médica, personal, humana y espiritual. Sobrecogedora. Deslumbrante. Alumbrante. Impactante. Inolvidable. Vinculante. Excepcional. Donde comparten cama la vida y la muerte.

 

En el Hospital Rural de Gambo estoy viviendo una emergencia continua. El miedo se ha convertido en pandemia, pues relega al olvido a enfermedades que son ahora más letales que nunca.

No estoy viviendo mi primer estado de alarma ni trabajo en un hospital de campaña.

No es la primera vez que se me aparece la muerte ni que afronto un sistema sanitario colapsado. Aun así, no me acostumbro a ver morir a las personas como tampoco quiero habituarme a la injusticia.

No deseo ser cómplice de ello.

No me voy a callar.

Trabajo en un hospital que se reinventa a diario. Hace apenas un par de meses una epidemia de sarampión, con más de cien ingresos diarios, nos obligó a triplicar la capacidad de trabajo. Cada año nos azotan epidemias de bronquiolitis y neumonías durante la época de lluvias y en la estación seca hacemos frente a las más mortíferas, como el sarampión y la desnutrición, que se ceban con la infancia más vulnerable.

Estoy en primera línea, en el Hospital Rural de Gambo, que ahora combate la pandemia de coronavirus entre epidemias de sarampión, meningitis, cólera, tuberculosis y hambrunas… Y que debe lidiar con el silencio que rodea al Cuerno de África, sobre todo al sur de Etiopía, cuya evidencia más clara es la indiferencia humana.

 

Trabajo por encima de mis posibilidades; no desde hace un día ni una semana ni un mes ni un año, sino desde siempre. Esto lo convierte en una normalidad que lo silencia todo, porque cuando la emergencia es continua, deja de ser noticia. Multiplicamos las camas, no por arte de magia, sino a través del esfuerzo y el sacrificio.

La normalidad es que no hay normalidad. Cada día es diferente, una sorpresa. Atendemos más de trescientas urgencias de sol a sol, hasta que el cielo se derrumba. Y aun sin luz, la actividad sigue.

Y cuando acaba la jornada, me dejo caer en el viejo lecho. Mis músculos no pueden más, pero mi cerebro tiene problemas para desconectar. Entonces empieza el diálogo interior:

—Me preocupan Ruziya Meseret, Mulu… ¿Vomitará, comerá? Ya no es un niño que muere de hambre en el mundo cada segundo; ahora tiene nombre propio. Eso no cambia el mundo, pero sí me cambia a mí.

—Cierra los ojos —me ordeno.

—No puedo cerrar los ojos

La impotencia de morir de sarampión en tiempos de coronavirus.

Lo injusto que es que fallezca un niño que no debería morir a causa de una enfermedad evitable, prevenible y tratable como una neumonía. Estos son algunos de los pensamientos que me impiden descansar, los mismos que me aportan una fortaleza que desconocía. He aprendido que el cuerpo humano es capaz de trabajar hasta la extenuación cuando tiene un motivo, cuando tiene un porqué. El compromiso de combatir toda esta injustica social con trabajo, sacrificio y esfuerzo.

«Dar la vida es la única manera de encontrarla», me digo. Estoy convencido de ello.

En los meses más fríos y lluviosos del año tratamos bronquitis y bronquiolitis, lo que me obliga a hacer malabarismos con la oxigenoterapia. De este modo, le retiramos el oxígeno al niño que empieza a recuperarse para ponérselo al más grave que acaba de llegar en ese momento. En ocasiones me veo obligado a priorizar. Es uno de los peores sentimientos. Me gustaría poder multiplicar también los cilindros de oxígeno. Estamos en medio de un hospital colapsado. Los profesionales sanitarios nos dejamos la piel al 300 %. Pese a ello, unos pacientes sobreviven y otros pierden la vida a causa de enfermedades que se podrían evitar. Mueren cuando no deberían hacerlo. Mueren por injusticia social. O lo que es lo mismo: son asesinados por el silencio.

Ahora se añade la pandemia por el coronavirus. Nuestro reto: que el miedo no tire por la borda todo lo que hemos conseguido. Hace años luchamos por sacar a flote el hospital. Hoy hemos de evitar que colapse este frágil sistema sanitario.

Trabajo en el Hospital de Gambo para que el lugar de nacimiento no te condene a morir, ni siquiera a sobrevivir, sino a vivir. Un hospital que salva vidas cada día y, además, enseña a salvarlas, que lidia contra la adversidad.

 

Me encuentro en Gambo, a más de doscientos kilómetros al sur de la capital de Etiopía, Adís Abeba, sobre una tierra roijza que se eleva más de dos mil doscientos metros sobre el nivel del mar. He dejado atrás el asfalto, los edificios que desafían la gravedad y parecen tocar el cielo y las aglomeraciones de coches para adentrarme en una zona rural. El aire limpio me oxigena el alma.

No hay ninguna carretera asfaltada cerca, razón por la cual acceden pocos vehículos. He sustituido el sonido del claxon de la capital por el canto de los pájaros, cuyos plumajes presentan colores espectaculares.

La contaminación y polvo por aire limpio. Las construcciones que se esfuerzan por acariciar el cielo por viviendas que a duras penas se levantan dos metros del suelo; el cemento por el adobe y la paja que brota de las tierras áridas, desérticas y polvorientas del valle del Rift. Aun así, el aroma a café impregna el ambiente.

El hospital de Gambo se encuentra ubicado en una zona rural alejado de cualquier núcleo urbano y atiende a una población con escasos recursos económicos para la que el centro es el único servicio sanitario a su alcance. Antaño fue fundado como leprosería. Y es que Etiopía es el país africano con más personas afectadas por esta enfermedad.

Estos son los datos del hospital de Gambo en el último año: se han atendido más de nueve mil trescientas urgencias pediátricas; ha habido más de tres mil seiscientos ingresos y altas en pediatría —la gran mayoría, por neumonía, bronquitis, deshidratación, tuberculosis, sarampión y meningitis—; más de diez mil mujeres embarazadas han acudido al programa de seguimiento del embarazo y, gracias a ello, han sido tratadas de VIH, sífilis, desnutrición aguda y otras complicaciones propias del embarazo; más de mil cien mujeres han dado a luz con la ayuda de matronas bien formadas. Por si este esfuerzo no fuera suficiente, en la unidad neonatal de cuidados intensivos, la única en la región, se han recuperado más de cuatrocientos recién nacidos; gran parte de ellos habían ingresado por prematuridad, asfixia neonatal, sepsis y problemas respiratorios.

 

Así nació Gambo. Ahora te contaré cómo nació Gambo en mí.

 

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