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Heroínas Anónimas que solo querían Ser Niñas: Historias Esperando Ser Contadas

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HEROÍNAS ANÓNIMAS QUE SOLO QUERÍAN SER NIÑAS: HISTORIAS ESPERANDO SER CONTADAS

–Quiero ser enfermera –me susurra Bilisuma, a la luz de la vela, el único punto de luz en la habitación, mientras un destello ilumina su rostro y vislumbro el sol de su mirada que lucha contra la oscura noche por abrirse un futuro.

Desde mi posición, en cuclillas sobre un liliputiense banco de madera carcomida, apoyando la espalda en la húmeda pared alzada a mano, amasando una mezcla de adobe, paja y heces de animal, puedo apreciar su delgada silueta vestida con una rasgada camiseta de colores indefinidos borrados por el polvo y barro disimulados por una limpia mirada que irradia luz e ilusión.

No puedo definir la dimensión exacta del habitáculo debido a la oscuridad, combatida tan solo por un solitario haz de claridad que se cuela por una grieta en la bóveda, dentro de una vivienda sin otra fuente de luz e impregnada por la niebla de la humeante brasa. El inconfundible aroma a café tostado empieza a impregnar el recinto. Se encuentra en la esquina, sentada sobre sus pies, tostando granos de café verde sobre una lumbre. Observo como toma con delicadeza extrema un recipiente de barro llamado “Jebena” en el que hierve el agua y vierte el café molido.

La conozco desde que era niña, han pasado ya más de cinco años desde el primer día que nos cruzamos. De ella recuerdo su mirada despierta de querer comerse el mundo, sus ganas de vivir y no solo sobrevivir. Va forjando sus sueños y moldeando su futuro con el esfuerzo del trabajo. Detrás de su sonrisa se esconde una dura existencia nada sencilla. Se levanta con el sol igual que el reloj etíope, empezando a contar las horas con la alborada, convirtiendo las 6 en la primera hora del día. Carga a su espalda sus alas, un enorme bidón amarillo más grande que su pecho, y se dirige al pozo de agua que ha sido construido por los misioneros. Toma leña, enciende fuego y prepara café para su familia.

Pero el agua no consigue saciar su sed de conocimiento, de descifrar lo que esconden los jeroglíficos de letras en los libros; ni el fuego apaga las llamas de su alma que vuela con la sabiduría. Con inteligencia y habilidad, su estrategia es ganar horas al día robándosela al descanso, y así conseguir tiempo para acudir cada día al colegio, consciente de la importancia de hacer realidad su sueño.

Por las tardes acude sin demora al hogar para ayudar a su madre en la cocina de leña. Mientras vigila como hierve el agua, su sed de conocimiento hace que aproveche el momento para leer a la luz de las llamas.

Después del largo día, bajo la luz de una vela y en cuclillas en una esquina, exprime los últimos minutos del día para repasar la lección diaria.

Puede llevar una vida aparentemente normal pero sus sueños de princesa se ven truncados.

–Quiero casarme por amor –me confiesa.

Pero no es tan sencillo. A pesar de estar completamente sana la sociedad la condena por ser hija de… y la sentencia igualmente a olvidar el amor obligándola a esposarse con otro hijo de…, de generación en generación, como si hereditario fuese…

Hija del olvido. Víctima del estigma.

–Tu familia te da la bienvenida, estamos muy felices de tu presencia, todo el pueblo lo está. El hospital ha recuperado la Alegría –pronuncia una ronca voz masculina entre una enorme sonrisa de la joven. Y prosigue:

–Esta ceremonia del café simboliza nuestro agradecimiento y acogida.

Es Abdisa, el padre de Bilisuma. Es ante todo un gran hombre. Desde el horizonte puedo observar cómo se acerca acompañado siempre de su inseparable bastón, para reforzar sus piernas que apenas se pueden doblar, dotándolo de un característico andar. Es la viva imagen de la decidida torpeza de un luchador que ha vencido a pulso a la enfermedad.

Al igual que su ser, su rostro también único sin poder disimular una nariz achatada en silla de montar, una facies leonina, evidentes secuelas de una enfermedad que le azotó en su día pero que hoy, gracias al tratamiento recibido, se ha curado: la lepra.

Me aproximo hacia él. Llego tan cerca que puedo sentir el calor de su aliento en mi rostro mientras me acoge entre sus brazos. Extiendo los míos y nos fundimos en un abrazo. En la piel desnuda de mis brazos siento la caricia de los muñones de sus manos. No tengo miedo. El resplandor de su sonrisa ilumina mi mirada mientras me muestra todo su aprecio, agradecido por poder hacerlo. Somos cómplices del afecto.

El muñón de su dedo impacta contra la base de mi primera falange. Con mis dedos envuelvo los cinco muñones de su mano de la que tan solo conserva las primeras falanges de cada dedo. Aprieto bien fuerte para que sienta mi amistad, pero sé que es en vano, ha perdido toda la sensibilidad debido a las secuelas de la enfermedad.

Calza unas viejas botas agujereadas que, literalmente, le salvan los pies. Con una sorprendente agilidad se las quita dejando al descubierto una impactante escena: en el lugar en el que esperaría encontrar dos pies con sus cinco dedos cada uno, mi mirada no puede evitar desconcertarse al vislumbrar tan solo dos muñones de los que han desaparecido todos los dedos.

Abdisa luce sin temor sus pies, su rostro, no se esconde, no tiene miedo, ya no. Ahora es uno de los líderes de la comunidad de lepra de Gambo que luchan contra el estigma.

–¿Sabes qué es lo más grave? –me pregunta con una sonrisa pícara.

–¿Qué es? –le pregunto con intriga.

–Lo más grave es que no me duele, he perdido toda la sensibilidad en el pie. Esto que te podría parecer bueno supone un grave problema, ya que cuando camino no me doy cuenta de las heridas y van creciendo e infectándose. Incluso se desarrollan grandes úlceras que llegan hasta el hueso, como ésta –me señala con el muñón de su mano una herida abierta en el talón del pie derecho.

Por este motivo el calzar botas protege sus pies de la formación de estas úlceras y resulta tan importante.

–¿Sabes cuál es el peor enemigo de la lepra? –entona dejando escapar cierto enfado.

–No –respondo, esperando que me sorprenda con su respuesta.

–El hombre. El estigma de la enfermedad persiste cuando ya se ha conseguido derrotar al bacilo que la provoca. Cuando el bacilo de Hansen, la mico-bacteria causante de la enfermedad ha sido vencida por la medicina, entonces, sigue el sufrimiento, persiste lo peor de la lepra, lo más peligroso, lo que ninguna ciencia ha conseguido vencer todavía: el estigma en la mente de las personas – explica Abdisa con un destello de rabia e impotencia en sus ojos.

Ahora, Abdisa lleva una vida normal en Gambo, pero no siempre fue así. En su pueblo natal fue señalado, aislado, rechazado por sus amigos e incluso por su familia, por padecer una enfermedad que aún a día de hoy sigue estigmatizada, la lepra.

Naci en Basako hace más de sesenta años, un pueblo cercano a Gambo. Soy hijo de padres granjeros en el seno de una familia con tres hermanos y cinco hermanas. A los dieciséis años, trabajando en la granja, siento que me quema la piel en las manos, no puedo trabajar, es entonces cuando voy al hospital. Allí me dicen que tengo la enfermedad temida: la lepra.

Me ingresan en el hospital varios meses. Ahora ya estoy curado pero no he vuelto a mi pueblo, no pude volver. Al ver mi cara deformada, mis manos sin dedos, se alejan de mí. Mi familia me rechazó, me quedé sin casa, sin amigos, solo… Lo pasé muy mal. Quise suicidarme.

Una lágrima se escurre por su rostro sin sensibilidad. Quizá Abdisa haya perdido la sensibilidad en brazos y piernas, pero su corazón tiene más sensibilidad que el de otras personas que conozco y de cuyo nombre ahora no quiero acordarme. Me han enseñado a no hablar mal de las personas.

Ahora mi pueblo es Gambo, aquí soy como los demás, vivimos en un barrio en el que casi todos nuestros vecinos tienen la misma enfermedad. Aquí me siento aceptado, todos somos iguales, aquí puedo llevar una vida normal porque soy una persona normal, sana, sin ninguna enfermedad. Ahora soy feliz por poder tener una vida normal, como la de cualquier otra persona.

Su mirada aún esconde un pasado angustioso en el que fue repudiado por su familia y abandonado en el campo, pero su rostro cambia de expresión cuando habla de Frehiwot, su amada mujer.

Conocí a mi mujer en el hospital de Gambo, nos entendimos muy bien. Comprendía lo que es ser abandonado por tu propia familia, no poder volver a verlos… Ella no tenía miedo de hablarme, de tocarme, de abrazarme, de dormir conmigo…

–¿Y sabes por qué? –me pregunta.

–Pues porque es la persona más maravillosa que has conocido –le respondo.

–Eso también, pero no es la respuesta –contesta riéndose a carcajadas y prosigue. –Pues porque tiene la misma enfermedad que yo, porque tiene lepra como yo. Así pues nos fuimos conociendo, nos sentíamos bien juntos, nos entendíamos muy bien, habíamos vivido lo mismo, la misma marginación y el mismo olvido por parte de nuestras familias.

Nos casamos y empezamos a vivir juntos. Juntos somos felices. Ahora tenemos tres hijos y una hija. Los cuatro han nacido sanos y están creciendo sin la enfermedad. Nosotros nos hemos curado y ya no contagiamos. Es lo más grande, curarte y no contagiar a tus hijos. Una persona con lepra puede hacer lo mismo que una persona sin lepra. Somos todas personas, iguales, con las mismas capacidades.

Cada año escribimos una carta a los gobiernos pidiendo:

“Por favor, no nos rechacéis, somos tus hermanos, escuchadnos: Somos personas humanas como tú y como yo.”

Este es nuestro lema, nuestra lucha.

 

La lepra se cura con el tratamiento. En el hospital de Gambo se ofrece de manera gratuita este tratamiento que cura y evita la progresión de la enfermedad y el contagio.

Ahora Abdisa se ha convertido en la voz del pueblo de la Alegría, en el líder de la comunidad con lepra. Hemos organizado talleres semanales en los que se convoca a todas las personas del pueblo afectadas de lepra. Abdisa les transmite la importancia de tomar el tratamiento así como de realizar un escrupuloso cuidado de los pies y mantener una buena higiene con lavados de agua y jabón.

En el Hospital rural de Gambo luchamos para combatir el estigma, para que las personas con lepra sean tan solo personas, como cualquier otra, sin apellidos.También para que jóvenes como Bilisuma puedan hacer realidad sus sueños de princesa, llevar una vida normal y casarse por amor, como sus amigas.

Bilisuma es hija del amor de Abdisa y Frehiwot, es hija de… hija de la lepra. El estigma que la condena.

Está condenada a esposarse con otro hijo de la lepra de generación en generación.

–Ya está bien de hablar de una enfermedad que ya no tengo, te voy a contar cómo sobrevivimos en épocas de hambruna –me dice Abdisa. –¿Conoces la sopa de piedra?

En época de hambruna todas las familias sufrían, pero los que más sufrían siempre eran los niños que lloraban al sentir ese ardor en el estómago al no tener nada para llevarse a la boca. E iban cayendo enfermos de debilidad uno tras otro.

Menos en una familia. Una familia en la que los niños no lloraban. En esa familia, por muy sorprendente que parezca, los niños estaban tranquilos. La madre ponía cada día una olla al fuego y los niños al verla sabían que antes o después comerían. Tenían la esperanza de comer pronto.

Sin embargo, la realidad era que dentro de la olla no había comida, pues esta familia era una de las más humildes. En el interior de la olla había agua y una gran piedra… Pero los niños creían que era comida lo que contenía y esto los mantenía con esperanza y fuerza.

La madre mientras tanto no se estaba de brazos cruzados. Hacía todo lo que estaba en sus manos por conseguir algo de comida, por alimentar físicamente a sus hijos… Y ellos, mientras esperaban la comida física, se mantenían vivos gracias al alimento de la esperanza.

–¿Cuántos años tienes? –pregunto a Bilisuma, invitándola a participar de la conversación. Está callada en una esquina mientras lava los platos en un barreño con agua marrón.

–Solo puedo adivinar mis años. No sé cuántos años tengo, tan solo puedo imaginarlo, intuirlo, soñarlo –me responde.

–¿Cuál es tu plato preferido? –le pregunto, buscando el éxito de una conversación y su sonrisa.

–Mi plato preferido es la injera –me responde con seriedad.

–¿Pero no te gusta el pollo? –le pregunto con una sonrisa.

–Para qué quiero que me guste el pollo si nunca lo puedo comer. Es mejor que mi plato preferido sea el arroz. A mí lo que me gusta no es comer esto o lo otro, a mí lo que me gusta es comer –me responde. Sabio planteamiento, sabia adaptación, sabia supervivencia.

–Tienes mala cara –le digo.

–Me encuentro mal, pero no puedo dejar de trabajar. Las enfermedades son de los ricos. Los pobres como nosotros morimos sin saber de qué. Si estoy enferma un día y no puedo trabajar, ese día no como. No me puedo permitir no trabajar, no me puedo permitir el privilegio de estar enferma como los ricos. Me encuentre como me encuentre tengo que ir a por agua, leña y cocinar. He oído que los ricos cuando están enfermos no van a trabajar e incluso cobran como si estuviesen trabajando pero no trabajan. Y a veces hasta se ponen enfermos sin estarlo. Los pobres no, los pobres no podemos enfermar. Si enfermamos no podemos dejar de trabajar, ni siquiera ir al médico y mucho menos pagarnos el tratamiento. Así que los pobres no enfermamos, las enfermedades son de los ricos.

Esto me hace pensar: los ricos estando sanos enferman. Los pobres estando sanos mueren. Los ricos viven de enfermedades y con enfermedades. Los pobres mueren sin saber por qué. El que se tiene que tratar no se trata y el que no se tiene que tratar se trata sin querer. El enfermo no se trata, y el sano se trata sin querer. Los pobres padecen la enfermedad sin saberlo, y mueren sin saber por qué. Los ricos estando sanos se tratan de enfermedades. Los ricos viven de la enfermedad. Los pobres mueren por la enfermedad.

Me quedo pensativo mirando como Bilisuma, al finalizar de lavar todos los platos, se pone en cuclillas a la luz de una vela y saca una vieja libreta.

–Nosotros tenemos el pozo de agua a escasos metros de casa. Pero tengo otras amigas, como Hiwot, que tienen que caminar cada día durante más de tres horas para acceder al agua. Después esperar su turno en la hilera interminable de bidones amarillos frente al pozo y regresar a su pueblo con kilos y kilos de agua a su espalda. Hiwot no tiene tiempo para ir a la escuela.

Hasta que no tengan acceso a un pozo en su pueblo, ni ella ni sus vecinas podrán acceder al colegio. Llueva o haga sol, se derrumbe el cielo sobre sus cabezas o el sol queme la roja tierra, las niñas y mujeres, puntuales, no faltan a la cita de la esclavitud. Allí, inmóvil, les espera el pozo o fuente que tras tanto esfuerzo de las féminas tan solo es capaz de ofrecerles agua contaminada por microorganismos varios como bacterias, protozoos y huevos de helmintos. Esta agua saciará la sed de la familia, pero en muchos casos desencadenará una mayor pérdida de agua a través de diarreas cuando los microorganismos empiecen a reproducirse en el interior de los cuerpos.

El agua es fuente de vida y de enfermedades; hidrata y a su vez deshidrata por culpa de las diarreas que provoca, convirtiéndose en una de las primeras causas de mortalidad en los niños antes de cumplir los cinco años de vida, todo un reto. Por desgracia, el caso de Hiwot no es aislado. Hay muchas niñas como Hiwot o Meskerem que días tras día caminan kilómetros descalzas para alcanzar la fuente del agua, para luego regresar sobre los mismos kilómetros igualmente descalzas con el peso de los bidones de agua sobre sus pequeñas espaldas. Agotadas, con dolor de espalda, pero sobre todo de corazón por saber que mañana será igual, y el mes siguiente, y así día tras día, sin tener una ventana abierta al futuro. Esta agua es pan para hoy y hambre para mañana, o mejor dicho, la sed que hoy saciará, mañana matará. A día de hoy, todavía una gran parte de la población mundial sigue sin tener acceso al agua potable. Esto tiene que pasar a la historia. Tenemos que pasar a la acción. En caso contrario lo único que pasará, ante nuestra pasividad, será el tiempo y sus vidas.

Su ilusión no tiene precio. Estudia por las noches, en su tiempo libre. Por la mañana le toca ir a buscar agua, cuidar de su hermano y cocinar. A la tarde, si sus obligaciones se lo permiten y no tiene que cuidar al hermano, va a la escuela. Al regresar, ya de noche, se aposenta en el suelo, enciende la vela y se acomoda a estudiar. Empieza su tiempo libre, el tiempo para ella. Después de todo un día dedicado a los demás, a sus hermanos, a su familia… Ahora, al caer ya la noche, es cuando tiene algo de tiempo para ella. Tiempo que, a la luz de una tenue vela, dedica a estudiar, a leer, a escribir…

Sueña con ser enfermera. Su deseo es ayudar a que las mujeres puedan dar a luz sin riesgos, sin morir, y curar a las personas enfermas, como sus padres.

–Gracias por venir a cuidar de nuestro pueblo. Damos gracias a Dios porque te ha enviado para cuidarnos, para protegernos de la muerte.

Bilisuma no juega a cocinitas, “juega” a cocinar. No juega con muñecas, cuida a su hermanito pequeño. No juegan con juegos, juegan con la realidad. Y con la realidad no se juega.

Un niño tiene derecho a ser niño, a jugar, a reír, a vivir… Derecho a vivir y no solo a sobrevivir.

–Hay niñas que no tienen la misma suerte que yo. Esta semana todo el pueblo habla de Ibsa.

–¿Quién es Ibsa?

–Es mi heroína.

Ahora una mártir del olvido. Esta es su historia.

Susurra el aire un llanto melancólico, como un torrente que discurre entre los surcos con espinas de la vida. Inhala un aire seco, inundando los bronquios y pulmones de un oxígeno que mantiene en vida un cuerpo inerte. Estoy hablando de Ibsa, la joven heroína que está convirtiéndose en mártir.

Ibsa esconde el rostro de una joven de rostro alegre y fuerza en la mirada. Un resplandor en la pupila que hace honor a su nombre, cuyo significado es Luz en lengua oromo. Tiene diecisiete primaveras y busca la flor que aún no ha podido encontrar, la del conocimiento. Sueña con la sabiduría, aunque todavía está un poco lejos. Ansía acceder al conocimiento que le permita descifrar el código que esconden las escrituras. Quiere aprender, entender y defenderse. Sabe que ésta es la mejor defensa. Sin embargo se encuentra con el muro de la historia. Sus progenitores, anclados en el pasado, le han cortado las alas y ella quiere quemarlas y resurgir de las cenizas como Ave Fénix.

Ibsa tiene un corazón que bombea amor a raudales y un destello de revolución. Sabe que esta lucha no es solo la suya, es también la de sus amigas Natssaneth y Muliena, es la lucha de toda una generación que quiere romper los grilletes de la esclavitud de la mujer.

Asciende el astro sol por el horizonte, con seguridad, firmeza, hacia el cénit. Ibsa, deslumbrada, contempla el ascenso y se dispone a partir, con sus inseparables libretas bajo el brazo, rumbo al viaje de la sabiduría.

Cruzando el umbral de la libertad un grito familiar le recuerda dónde está su hogar, su cárcel: alimentando nuevas vida para volver a ser privadas de libertad.

Su padre, un hombre castigado por el trabajo duro bajo el sol abrasador, ha pasado su vida arando un campo árido. El mismo fertilizante que da vida a la economía familiar, ahora se convierte en un arma que puede acabar con la vida de la revolucionaria Ibsa.

Aprovechando la compañía de la soledad, con un gesto ingiere el líquido organofosforado, un fertilizante para el campo, un veneno para el cuerpo. Transcurren escasos minutos hasta que empieza a expulsar en repetidos vómitos el contenido. Al tercer vómito aparece la madre que asustada ante la gravedad, toma a su hija y la lleva en brazos al hospital. Durante el camino pierde la conciencia. El veneno va haciendo su efecto.

Ibsa ha querido ser heroína, su causa así lo merece, luchar por el acceso a la educación en nombre de todas las mujeres. Sin embargo, la sociedad la ha convertido de heroína en mártir… Mártir del olvido.

Sirvan estas palabras para inmortalizar en el tiempo su gesta y apoyar así su causa: por el acceso a la educación. Porque, parafraseando a Paulo Freire:

“La educación no cambia el mundo, pero cambia a las personas que cambiarán el mundo”.

Robadas, Silenciadas, Acalladas, Oprimidas, Violadas, Mutiladas, Luchadoras,

El libro su fusil, La palabra su arma.

Nadie puede acallar una mujer educada,

Conocedora de sus derechos,

Defensora de la vida,

Si hay esperanza es porque hay mujeres.

 

–Y cómo celebráis los días de fiesta? –le pregunto.

–¿Qué días? Para nosotras no hay días de fiesta. Mañana es día de fiesta pero no lo será para nosotras. Será fiesta en todo el país, no hay escuela, pero debo ir a buscar el agua, la leña, cocinar, lavar la ropa.

Por Iñaki Alegria

Médico Pediatra. Fundador de la ONG Alegría Sin Fronteras que desarrolla proyectos de desarrollo integral en Senegal y Etiopía.

Misión y Valores:
Promover el empoderamiento, liderazgo comunitario, equidad de género en los países más desfavorecidos con el objetivo de permitir la mejora de la calidad de vida de la población.

Empatía, compromiso, constancia, Amor, solidaridad, empoderamiento, equidad, humildad, transparencia y Alegría.

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