El día D que nunca olvidaré

El día D que nunca olvidaré

 

«Nadie “es” si prohíbe que otros “sean”».

Paulo Freire

 

—¡Doctor Iñaki!, ¡doctor Iñaki! ¡Corra!

Un estruendo me despierta. Me levanto de un salto de la cama y miro el reloj: son las dos de la madrugada. Me acerco a la puerta mientras mi mente empieza a repasar los algoritmos de reanimación, convulsiones, shocks y otras urgencias habituales. La experiencia me dice que alguno habrá que poner en práctica. Al abrir la puerta me ciega un haz de luz. Es la linterna del enfermero, el único punto luminoso en la negra noche.

—Doctor, rápido, a la sala de partos. Hay una emergencia.

—¿Qué ha pasado?

—¡Corra, doctor! ¡Corra!

Entiendo que no hay tiempo que perder y que cada pregunta es un tiempo perdido ante un bebé que acaba de nacer y no respira. El enfermero que ha acudido a llamarme no me lo ha dicho, pero intuyo que es lo más probable. Sé que de mi velocidad depende una vida. Cada segundo de asfixia es una bofetada de la muerte.

Recorro lo más rápido posible los escasos metros que separan mi cuarto de la sala de partos del hospital. En cuanto llego, exclamo:

—¡Oxígeno! ¡Conectad el oxígeno!

Entretanto, cojo el equipo de reanimación. Consiste en una mascarilla que coloco cubriendo la boca y la nariz del recién nacido y sello con mis dedos de manera hermética. Mientras, con la otra mano, comprimo la bolsa que lleva conectada para insuflar aire en los pulmones del recién nacido. Repito la maniobra. Nada. El cuerpo sigue inerte, azulado, sin movimiento.

—Mulu, acércate. Coloca los pulgares sobre el pecho del bebé a la altura del corazón y cuando te diga,  presiona el pecho. Vamos a bombearle el corazón simulando un latido manual —le digo a una de las mejores matronas que tenemos.

—De acuerdo —afirma la joven matrona.

—Ahora estoy presionando la bolsa para introducir aire en los pulmones. A continuación, presiona tres veces con los dedos el corazón. Luego insuflaré de nuevo y tendrás que comprimir otras tres veces.

—Sí, adelante —me responde.

—Uno, ventilo.

—Comprimo: uno, dos, tres.

—Uno, ventilo.

—Comprimo: uno, dos, tres.

—Uno, ventilo.

Repetimos la maniobra. Pasan los minutos, pasa la vida y llega la muerte.

Con la mirada apagada, me dirijo a la mujer. Se había estrenado en la maternidad y ahora planea el funeral.

—Mamá… —un hilo de voz se escurre entre los labios.

—Aquí estoy —contesta ella.

—Lo siento. Ha muerto —susurro con lágrimas en los ojos.

—Es la voluntad de Dios. Has hecho todo lo que has podido —me anima la madre que acaba de perder a su hija recién nacida.

Sus palabras no me tranquilizan. Sé que Dios no puede querer la muerte de un inocente. Ha muerto por una injusticia. Se podría haber evitado.

—¿Cómo se llama? —pregunto buscando la empatía de la mujer.

—Todavía no tiene nombre; sabía que podía morir —habla con una indiferencia que me aterra.

En efecto, el riesgo de morir era muy elevado. Por eso, su madre, Momina, no quería ponerle nombre, no quería ponerle corazón. Sabía que iba a llorar y no es lo mismo llorar un número que un nombre. Lo que para mí es un nuevo día para ella ha sido su primer día; en realidad, sus primeras horas y también las últimas.

En ocasiones, la diferencia entre la vida y la muerte es un segundo… Un segundo menos de lo que has tardado en leer la palabra. En este tiempo muere una vida y nace otra. Ya nada volverá a ser como antes.

Quizá no te guste, quizá desearías cambiarlo, quizá…, pero así es la vida.

Un segundo tarde, un segundo antes, una acción, una omisión.

Sea lo que sea, la barrera es muy fina y el tiempo breve.

«¿Y la vida —me pregunto—, qué es la vida? ¿Qué es mi vida?».

Y me doy cuenta de que es más frágil de lo que pensaba. Sin embargo, hay que caminar con firmeza. A veces la vida es deslizarse de puntillas sobre el filo de un hilo y no sabes si se romperá al siguiente segundo, siempre buscando pisar un suelo más estable.

Un segundo.

Ya han pasado muchos segundos desde que empecé a escribir y parece que nada haya cambiado cuando todo ha cambiado. Alguien ha muerto, alguien ha nacido. Una sonrisa, un llanto, un te quiero, un adiós. La vida se condensa. La muerte la estruja.

Son poco más de las cuatro de la madrugada y apenas he dormido unos minutos esta noche. Podría regresar a mi cuarto a descansar o tumbarme, o cerrar los párpados, que luchan contra la gravedad, pero no puedo dormir, así que enciendo la vela que alumbra la esquina de mi cuarto, tomo un papel y me pongo a escribir:

 

Me invade un sentimiento de rabia e impotencia que no desearía a nadie.

Me cuesta entenderlo. No sé qué hacer. La situación me supera. Sé que no volveré a ser el mismo, porque no puedo permanecer indiferente, no puedo permitir que sigan muriendo niños; menores que no deberían fallecer. Hay que hacer algo. Puedo hacerlo. Voy a hacerlo.

 

Nunca olvidaré esas palabras. Nunca olvidaré ese día. No lo sabía aún, pero mi vida iba a dar un giro radical.

Pensando en el bebé, reflexiono sobre las causas de la pérdida. Pudo haber muerto por asfixia, aunque esa es solo una verdad a medias. Ha perdido la vida porque no ha habido un control del parto. La madre no podía llegar al hospital para dar a luz, ya que vive demasiado lejos. Así que, en realidad, ha muerto por una injusticia social.

Aquí empieza mi historia.

Cierro los ojos, abro el corazón y dejo volar mis sentimientos, mis miedos, mis angustias, mis esperanzas, mis sueños… y acabo por encontrar la estrecha puerta de reposo para la mente. Sigo escribiendo y dejo que la oscuridad invada mis sueños

Emergencia. Reanimación. Alegría. Sangrado. Taquipnea. Disnea. Oxígeno. Respiración. Monitor. Respirador. Gasping. Muerte. Oxígeno. Muerte. Muerte. Pandemia. Alarma.

En cuestión de días, la pandemia lo llenó todo, o lo silenció todo, porque hizo desparecer de nuestra mente una realidad que sigue ahí.

El hospital está lleno. No hay camas. Es lunes. Por delante queda todo el día, toda la noche, toda la semana. No queda más que doblar las camas.

Veinte ingresos en pediatría, seis partos, dos cesáreas, tres reanimaciones, cuatro desnutridos y dos muertes.

Me levanto. Sé que debo descansar para enfrentarme al próximo día. Y sé que será un infierno en vida: nuevas emergencias en medio de emergencias, pero mi mente no puede descansar, así que me levanto.

 

Quiero que este libro no te deje indiferente,

que no permitas que muera otra persona más por la pasividad y el olvido. Se puede evitar el fallecimiento de una madre durante el parto. También que un niño pierda la vida a causa del  hambre, el sarampión o la diarrea.

Si es evitable, esforcémonos para que no ocurra.

Pensé que sería el fin de mi vida y corrí hacia ningún lugar #StopFGM

A quién debo dejar morir

Jamila engañó a la muerte nada más nacer

Jamila nació para luchar. Una historia desde Gambo, Etiopía

«Hoy mamá ha muerto. O tal vez fue ayer, no sé».

Albert Camus

 

 

El Doctor Alegria en Etiopía.

 

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